“La familia”, ópera prima del venezolano Gustavo Rondón, fue elegida la mejor película del último Festival de Lima, tanto por el jurado oficial de ficción (integrado por Lorenzo Vigas, Daniel Vega, Matías Bize, Martina Gusman y Peter Scarlet) como por la APRECI (Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica). Se trata de una película que ya venía con excelentes comentarios desde su paso por la Semana de la Crítica del último Festival de Cannes, una cinta que usaba el convulso panorama caraqueño como telón de fondo para la historia de un padre y su único hijo, quienes deben fortalecer su relación a la fuerza, si es que quieren sobrevivir.
“La familia” le debe mucho al realismo de los hermanos Dardenne, a esa observación social en la que el foco principal, más que el contexto o la crítica política, son los personajes y las decisiones que son obligados a tomar. Y es que si bien se puede respirar el desorden, la incertidumbre, la inestabilidad y las gigantescas brechas sociales de la sociedad venezolana, cuya crisis cada vez se agudiza más y sigue tomando las portadas de los periódicos a nivel mundial, lo que en verdad importa son estos dos personajes que subsistieron juntos, pero que en verdad nunca se conocieron. A lo largo de la cinta, van generando respeto mutuo y sentido de colaboración, al verse arrinconados por la muerte misma luego de que, sin querer, el menor de edad se vea involucrado en la muerte de alguien relacionado a las bandas criminales que dominan las barriadas donde viven. Después de eso, solo quedará huir, sin poder mirar atrás.
Tuve el placer de conversar con el realizador, quien me contó mucho más sobre su película y sobre la situación del cine venezolano actual.
¿De dónde nace la idea para hacer “La familia”?
“La familia” es la consecuencia de una exploración temática que había hecho yo desde mis cortos, donde exploraba las relaciones familiares en conflicto a partir de una circunstancia eventual. Y de alguna manera, cuando empecé a hacer la transición al largometraje, se disparó la idea de hablar de una familia sumamente pequeña, muy fragmentada y distante entre sí, a partir de un contexto que me interesaba explorar, que era básicamente mi ciudad, Caracas, y cómo ella nos está moldeando mucho, nuestra manera de ser y de reaccionar.
Caracas y Venezuela funcionan como este telón de fondo convulso para la historia, pero a la película no le interesa hacer una crítica social o política.
Yo quería hablar de mi país y de mi ciudad, obviamente muy filtrado a través de lo que yo pienso, pero no quería que la película tratara sobre eso. Lo que a mí me interesaba era hablar de esta historia íntima entre estos dos personajes, padre e hijo, y cómo a partir de un contexto hostil los personajes se van desnudando emocionalmente para entender que hay que mirar al otro. De eso me interesaba hablar. Siento que estamos ahora en un momento en el que la sociedad venezolana es sumamente individualista, debido a esa constante lucha por la supervivencia, donde cada uno busca su espacio; entonces me gustaba explorar esa posibilidad de que, mirando al que tienes al lado, puede existir un escape.
¿Cómo fue grabar en locaciones reales?
Una de las cosas que siempre tuve claro en la película es que quería grabar en lugares reales. Yo quería incorporarlos, para tener un proceso muy vivo. Por eso hice un proceso de casting y de scouting (búsqueda de locaciones) muy largo. Yo creo conocer bastante bien mi ciudad y quería mostrar ese contraste en Caracas, que es el mismo que tienen muchas ciudades de Latinoamérica. Eso implicó una organización y un protocolo para cada locación, porque son bastante distintas.
Para las barriadas populares, no solo implicó un largo periodo de buscarlas y mirarlas, sino que después tuvimos que seguir todo un protocolo para grabar en un barrio bastante complicado en la ciudad de Caracas, donde nada más el que nos dieran el permiso visitar la locación a profundidad nos tomó un mes, hablando con el poder constituido de la comunidad, las organizaciones políticas y comunales, pero también con esas presencias más subterráneas, quienes manejan el poder más oscuro. Tuve que venderles el proyecto a todos: tuve que sentarme en una cancha deportiva y hacer un pitch a la comunidad, al poder constituido, el legal, y al otro también.
Se tuvo que generar todo un esquema de producción pensando en el tema de la seguridad, que implicaba filmar en los lugares y a las horas que queríamos hacerlo. En ese sentido, la producción fue bastante honesta al hablar de la película y quise buscar no sólo el realismo del lugar, sino mostrarla con una estética respetuosa: no quise ni ensuciar ni embellecer nada.
La primera referencia que se viene a la mente a la hora de ver tu película son los hermanos Dardenne.
Los Dardenne son una influencia muy cercana. Me gusta mucho el cine realista. Yo estudié comunicaciones en Venezuela, pero también estudié cine en la República Checa, porque me interesa mucho el cine de Europa del Este: el cine de Krzysztof Kieślowski, de Milos Forman y, hablando de referencias de antes, cierto cine de Ken Loach. Ahora me gusta mucho lo que hace Andrea Arnold, Lynne Ramsay, Jacques Audiard. Me gustan las historias de personajes pequeños que se meten en circunstancias muy grandes. De América Latina, me gusta mucho lo que hace Pablo Trapero: cierto momento de su cine fue muy importante para mí. Y en “La familia” hago ciertos homenajes: son imágenes que te quedan en la cabeza, que te inspiran. Hay un momento en una motocicleta que hace clara referencia a “La promesa”: el niño sobre la motocicleta y el fondo que se mueve detrás suyo.
Tu película no es una con un enfoque miserabilista, como mencionas. Pero, ¿sientes que había un acercamiento por ese lado desde los festivales europeos?
No sentí que la película la catalogaran de esa manera. Pero había una mirada así de la prensa latinoamericana. La prensa europea más bien tenía una lectura de estos dos personajes signados por su contexto hostil. Y claro, esta película sale en un momento en el que Venezuela es un tema muy importante: todo mundo está al tanto de la crisis política que estamos pasando, de su complejidad, de su oscuridad. De alguna manera, la gente le añade una lectura de un país que está muy deteriorado. La película yo la grabé hace año y medio, y Venezuela ahorita está en una situación inmensamente más difícil, en todos los sentidos: en su desgaste físico, por decirlo de alguna manera, pero también en su desgaste social o político. La película se estrena en Cannes cuando ya teníamos dos meses de protesta en las calles. Entonces cada vez que había chances de conversar, se quería hablar de la crisis del país. Y yo tuve la intención de hacer una película política, sin que se hablara de la política, y es inevitable que la gente no la relacione con eso. Yo feliz de halar al respecto, porque estamos pasando con un proceso terrible, complejo, lleno de aristas inciertas, donde la democracia está en vilo.
A pesar de la situación venezolana, se siguen haciendo películas y han aparecido ciertas voces nuevas. ¿De qué forma la crisis está afectando al cine, ya sea negativamente o motivando más bien a hablar de ciertas cosas?
Yo creo que hay varios elementos que hacen que el cine nacional siga circulando. Desde esfuerzos institucionales, que empezaron hace 10 años, una Ley de Cine que se promulgó, un fondo muy bien planificado con aportes privados y de la taquilla del cine. El Centro de Cine tiene convocatorias de financiamiento para películas independientes; el Estado tiene su productora donde hace películas que nadie ve, pero que están ahí. Mi generación, quizás, tuvo la oportunidad de hacer películas y se hicieron de todo tipo: algunas muy enfocadas a la taquilla y al público local, y otras voces que hemos empezado a intentar comunicarnos con un espectro más amplio. “Pelo Malo” de Mariana Rondón abre el interés en el cine venezolano, nos pone en el mapa. No tenemos una tradición cinematográfica, como tienen otros países de la región, entonces nos ha tocado construirla. Después vino Lorenzo Vigas con “Desde Allá”, y un grupo de películas que está circulando ahorita, como “El Amparo”, “La Soledad” y “La Familia”. Y se sigue haciendo cine; claro que ahora entramos a otra complejidad, que es la terrible crisis económica del país, que ya alcanzó al cine, que había sido como una isla que había flotado sola por un tiempo. De tener un fondo sumamente sólido, ahora tenemos un fondo insuficiente. Entonces, los productores están viendo la necesidad de cooperar con otros países, cosa que antes solo hacían algunos: ahora si no lo haces, no puedes hacer una película. La coyuntura política y social actual ha hecho que el cine venezolano se detenga un poco. Hay películas con fondos aprobados, pero con la hiperinflación el dinero se hace agua en las manos. Realmente es un periodo muy complejo para el cine venezolano y ojalá logremos mantener la presencia internacional de algunas pocas películas al año.
¿Y la gente sigue yendo al cine en Venezuela?
Esa también fue una de las bajas importantes. Teníamos un público muy bondadoso con el cine nacional, que acudía no sólo a ver las películas de taquilla, cuyos números eran realmente importantes, sino también a ver películas más pequeñas, de perfil más autoral: una película como “Pelo Malo” hizo más de 200 mil espectadores, que para una película así es un montón. Ningún país de la región tiene números así para ese tipo de cine y en Venezuela ocurría. Con mi película, yo en algún momento pude pensar tener un número similar de espectadores, pero ahora sería el 10% y tal vez ni lleguemos a ese número. Porque la crisis económica ha hecho que la gente no vaya al cine si es que quiere comer. Y la gente que va al cine, ahora está apostando más por el cine industrial, norteamericano, porque van a lo seguro. Los cines nacionales de la región creo que sufren un poco de eso: su credibilidad es dudosa, porque no todas les gustan. Entonces, si van una vez al mes al cine, prefieren ir a ver “Iron Man” que “La familia”, porque no saben quién soy y no hay caras conocidas en el reparto. Los números de taquilla se siguen cayendo y eso nos afecta a todos.
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