El thriller “La luz en el cerro” es un caso atípico dentro de las producciones peruanas. La sola descripción de su premisa nos coloca frente a una producción particular: estamos ante tres protagonistas, un policía (Ramón García) y dos médicos forenses (Emilram Cossío y Manuel Gold), quienes tienen a su cargo el registro de las causas de muerte de los habitantes de un pueblo. La repentina aparición del cadáver de un campesino instalará el misterio dentro de la morgue. Su autopsia revelará la existencia de un mito ancestral y la posibilidad de un hallazgo extraordinario. A partir de ahí, las vidas de los protagonistas se sumergirán en las entrañas de la montaña, del pueblo y sus ocupantes.
Esta cinta (la primera del director Ricardo Velarde) es peculiar no por gracia de su condición de thriller, sino a pesar de ello. En ella, los lineamientos que requiere el género no son camisa de fuerza y, por el contrario, se convierten en punto de partida para el entrelazamiento con otras filias narrativas, como las del gore e incluso del cine de aventuras.
Para la puesta en marcha de tal emprendimiento, el cineasta diseña personajes atractivos (perdedores y exiliados, separados de sus entornos por capricho del porvenir, o por simple mala suerte) y escoge bien a sus actores, a quienes coloca en medio de un páramo sombrío y quieto, amurallado por cerros y sombras.
Sin duda, el relato gana potencia gracias al recorrido visual que se hace de los decorados: las montañas que se erigen como monolitos macabros, la podredumbre reinante de la morgue y la estrechez claustrofóbica de los callejones del pueblo integran en la cinta una atmósfera sobrecogedora e intrigante.
Se suma al clima de extrañeza la incorporación súbita de elementos ajenos a la naturaleza de la ficción. Las vísceras expuestas, los villanos pintorescos, el coqueteo con lo grotesco, lo místico y lo sobrenatural hacen del conjunto un pastiche que remite a aquella serie B que suele ser el bocado preferido de los aficionados al horror más truculento y obsceno.
Lamentablemente, el realizador ensucia el conjunto con cuadros expositivos, donde los protagonistas se ven obligados a poner sus cartas sobre la mesa, haciendo evidentes los rasgos distintivos que dotan de color a sus personajes en la ficción. Esto no sólo frena el suspenso, sino que entumece el ritmo del relato y quiebra el clima de angustia, cambiándolo por un sentimentalismo forzado e incómodo. No se trata de momentos aislados, y eso disminuye el impacto total del thriller.
Sin embargo, es bienvenido un último elemento que se suma a la anécdota, y que enriquece la mezcla de géneros. Una vuelta de tuerca en la historia la emparenta con “El tesoro de Sierra Madre” de John Huston, aquella formidable cinta de aventuras, que ponía en escena el límite de la voluntad humana en el comienzo de la avaricia y el hambre por la posesión de riquezas. Uno de los personajes (no revelaré cuál) irá mutando poco a poco hacia una suerte de Fredd Dobbs, aquel reacio y amoral megalómano que interpretara el legendario Humphrey Bogart.
Aquel detalle y el manejo de la conclusión del nudo narrativo (que no vacila y por el contrario se atreve a rizar más el rizo), dotan a la cinta de cierta frescura y gozo siniestro. “La luz en el cerro” tiene gusto por la sangre y las tripas, y posee también el descaro para vaciarlas en la pantalla.
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