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miércoles, 20 de diciembre de 2017

EL SISTEMA SOLAR


“El sistema solar” es la ficción navideña del año, aunque llegue con un mes de anticipación. Esta cinta narra la víspera de la Nochebuena junto a la familia del Solar. El patriarca llega a la casa de su hija con una acompañante indeseada, y su presencia será la chispa que avive una seguidilla de bombardas emocionales, las cuales ensordecerán incluso a los millares de cohetes que iluminan las medianoches de las navidades limeñas.

La cinta es la segunda de la dupla Caravedo-Higashionna: su obra anterior (“Perro guardián”) es la antítesis de esta. En aquella, reinaban el silencio y la frialdad, el hermetismo y la penumbra. Las acciones era como ruidos sordos, y la violencia era frontal y contundente.

En “El sistema solar”, en cambio, se privilegian las palabras, la calidez del espacio y la ambigüedad de las acciones.Tal dinámica corresponde al hecho que el film adapte la obra de teatro homónima de Mariana de Althaus, la cual fuera estrenada hace más o menos un par de años atrás.

Cabe anotar que, en la dramaturgia de la autora, los diálogos vertebran las ficciones. Que no quiere decir que su teatro sea retórico, en absoluto. Por el contrario, sus personajes se desenvuelven oralmente con espontaneidad y presteza, carentes de imposturas. Ellos exponen sus conflictos sin necesidad de subrayarlos, a pesar de permanecer (voluntaria o involuntariamente) en espacios de confinamiento físico y emocional.

Pero su teatro acaso también explora los ritos del silencio. Sus personajes son elocuentes, pero entre sus divagaciones esconden culpas, odios y asperezas. De Althaus no sólo confronta a sus protagonistas entre ellos, sino también en sí mismos, abandonándolos en el mutismo de los decorados y encapsulándolos en los actos mecánicos del día a día. Es ahí donde se asoma la sombra.


En cambio, en esta adaptación fílmica queda un tanto de lado aquella quietud. Empezando por la música, que se siente edulcorada y solemne. Tampoco ayuda mucho la edición, que es sumamente ágil, y suele cambiar de planos constantemente, quebrando la continuidad dramática y la plasticidad de los cuerpos en acción. La cámara a veces se desplaza o tiembla en exceso, y esto sustrae potencia y teatralidad a la puesta en escena; en ocasiones, hasta la recarga de énfasis físico.

Pero esos son momentos aislados. Más bien, los cineastas resuelven enfocar la narración en sus intérpretes. Para esto, contienen sus gestos y sus voces, calculan sus tránsitos y modulan sus respuestas corporales. La película se perfila como un diestro ejercicio en la dirección de actores, que están notables, todos. Especialmente Javier Valdés, que crea un paterfamilias antológico: frágil y parcialmente inválido, pero de mirada viva. Su rostro siempre conserva la compostura, mientras sus ojos dejan entrever la angustia, la ira y la ternura de un espíritu encendido e inquebrantable.

Las dos protagonistas femeninas (Gisela Ponce de León y Adriana Ugarte) también sobresalen, y ambas cuentas con sendos momentos de intensidad y desnudez. Ponce de León, especialmente, logra una interpretación esencial. La rabia que se desprende de su boca es quieta, pero sus movimientos trémulos la matizan y le añaden fiereza.

Y luego la película concluye, rauda y rotunda, como un proyectil que surca hacia el cielo para estallar. Es evidencia del talento de sus realizadores, que ya en su debut habían lucido su audacia narrativa. Aquí también aciertan, pero lo que más sorprende es la pluma de Mariana de Althaus: la transición de su obra a la gran pantalla destila la belleza de su oficio, y la deja intacta; es una poética que se enarbola a partir de diálogos que esconden amor, silencio y muerte: cosas tan urgentes para tolerar la vida, especialmente en víspera navideña.



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