Cannes, volvemos a encontrarnos. En 2018 también pasearemos por la Croisette durante las casi dos semanas que dura el festival para poder traer de primera mano las opiniones sobre las películas más importantes que se estrenan en el certamen francés. Tanto las que concurran a concurso como las que estén fuera de la sección principal.
‘Leto (Summer)’, de Kirill Serebrennikov
Este largometraje se presenta en Competición con una de las mejores promociones posibles, con su director, Kirill Serebrennikov, bajo arresto domiciliario en su Rusia natal por un asunto de malversación de fondos, el crimen oficialmente perseguido aunque muchos pongan en duda la credibilidad de la sentencia, ya que sus películas anteriores traían lectura incómoda para el Gobierno de Putin. Pese a que los actores levantan un cartel nombrando al ausente en su paso por la alfombra roja, Leto no contiene un mensaje particularmente insidioso, sí algo insolente pero más nostálgico y conciliador que otra cosa.
¿Y qué produce nostalgia? La frescura de la escena rockera de Leningrado en los años 80, aquellos en los que el Partido sólo permitía a la juventud escuchar esa música occidental interpretada por los propios, con sus letras convenientemente censuradas, y con menos libertad de movimiento para los asistentes que si estuvieran en misa. Esta reconstrucción de una era se despliega alrededor de dos personajes claves míticos del rock nacional, los músicos Mike Naoumenko y Viktor Stoï, y Natasha, punta del triángulo amoroso y su particular Pattie Boid. Aunque el verdadero protagonista de la obra es el collage de memorabilia de todos los grandes íconos del rock occidental de la época.
Sabe a Quadrophenia, tiene toques de I’m Not There (por ese casi permanente blanco y negro), guiños metaficcionales a 24 hour party people y un despiporre visual que engatusaría a Edgar Wright. Destaca su interés por engarzar las secuencias musicales de la forma más fluida posible, esforzándose duramente en un montaje que nunca llega a brillar demasiado. También ocurre que, tal vez por haberse realizado esa mirada a posteriori, se hace una recreación del underground tan dulzona y limpia que no parece real. Es más, siendo mal pensados podríamos decir que se sacrifica la fidelidad del objeto de estudio en previsión de un mayor impacto comercial. Otra capa que se añade a ese diálogo acerca de la rebeldía que nos permitimos como artistas sin dejar que nuestras ideas destruyan nuestra vida.
¿Y qué produce nostalgia? La frescura de la escena rockera de Leningrado en los años 80, aquellos en los que el Partido sólo permitía a la juventud escuchar esa música occidental interpretada por los propios, con sus letras convenientemente censuradas, y con menos libertad de movimiento para los asistentes que si estuvieran en misa. Esta reconstrucción de una era se despliega alrededor de dos personajes claves míticos del rock nacional, los músicos Mike Naoumenko y Viktor Stoï, y Natasha, punta del triángulo amoroso y su particular Pattie Boid. Aunque el verdadero protagonista de la obra es el collage de memorabilia de todos los grandes íconos del rock occidental de la época.
Sabe a Quadrophenia, tiene toques de I’m Not There (por ese casi permanente blanco y negro), guiños metaficcionales a 24 hour party people y un despiporre visual que engatusaría a Edgar Wright. Destaca su interés por engarzar las secuencias musicales de la forma más fluida posible, esforzándose duramente en un montaje que nunca llega a brillar demasiado. También ocurre que, tal vez por haberse realizado esa mirada a posteriori, se hace una recreación del underground tan dulzona y limpia que no parece real. Es más, siendo mal pensados podríamos decir que se sacrifica la fidelidad del objeto de estudio en previsión de un mayor impacto comercial. Otra capa que se añade a ese diálogo acerca de la rebeldía que nos permitimos como artistas sin dejar que nuestras ideas destruyan nuestra vida.
‘Zimna Wojna (Cold War)’, de Pawel Pawlikowski
Curiosamente Cold War también presenta un viaje emocional y musical en blanco y negro al pasado comunista, aunque aquí se cambia el rock por el cántico folclórico polaco, más tarde por el jazz parisino y finalmente por una modernización y prostitución del sonido del este.
Si nos desprendemos de las arrebatadoras secuencias musicales (cada ocasión en la que aparecen las actuaciones del conjunto popular Marowsze es un regalo), Cold War es la historia de amor hortelano entre compositor e intérprete a lo largo de quince años en los que pasarán por multitud de regiones, algunas al otro lado del telón de acero, otras en una Siberia emocional lejos del otro. Así, los protagonistas se van fugando en cada momento de lo que consideran un contexto que no les permite realizarse ni artística ni amorosamente. La progresiva reducción de opciones y su agotamiento vital se transformará en ese tipo de resignación existencial, esa frialdad, que tanto hemos visto en las actitudes de los mejores personajes del cine soviético.
Es una obra elíptica, en la que el tiempo histórico (la posguerra) corre deprisa y donde la idea de eficacia de la represión explícita como condicionante vital se rechaza prudencialmente en favor de una teoría del control del individuo a nivel cultural, identitario. Los falsos 16mm, con ese aspecto casi cuadrado, también dan pie a un preciosismo estético de los cuerpos tan logrado como en Ida, su anterior filme. Un filme elegante, que respeta la tridimensionalidad de sus personajes y de su relación pese a que habría sido fácil que quedasen eclipsados por el contexto musical y político que se retrata, cosa que nunca llega a ocurrir. Pese a todo, esa frialdad consigue calar con tanta fuerza (muestra de la destreza de Pawlikowski) que por momentos nos sentiremos tan desvinculados de las imágenes como la desilusión de la pareja por el mundo que les rodea.
Si nos desprendemos de las arrebatadoras secuencias musicales (cada ocasión en la que aparecen las actuaciones del conjunto popular Marowsze es un regalo), Cold War es la historia de amor hortelano entre compositor e intérprete a lo largo de quince años en los que pasarán por multitud de regiones, algunas al otro lado del telón de acero, otras en una Siberia emocional lejos del otro. Así, los protagonistas se van fugando en cada momento de lo que consideran un contexto que no les permite realizarse ni artística ni amorosamente. La progresiva reducción de opciones y su agotamiento vital se transformará en ese tipo de resignación existencial, esa frialdad, que tanto hemos visto en las actitudes de los mejores personajes del cine soviético.
Es una obra elíptica, en la que el tiempo histórico (la posguerra) corre deprisa y donde la idea de eficacia de la represión explícita como condicionante vital se rechaza prudencialmente en favor de una teoría del control del individuo a nivel cultural, identitario. Los falsos 16mm, con ese aspecto casi cuadrado, también dan pie a un preciosismo estético de los cuerpos tan logrado como en Ida, su anterior filme. Un filme elegante, que respeta la tridimensionalidad de sus personajes y de su relación pese a que habría sido fácil que quedasen eclipsados por el contexto musical y político que se retrata, cosa que nunca llega a ocurrir. Pese a todo, esa frialdad consigue calar con tanta fuerza (muestra de la destreza de Pawlikowski) que por momentos nos sentiremos tan desvinculados de las imágenes como la desilusión de la pareja por el mundo que les rodea.
‘Ten Years Thailand’, de Assarat, Sasanatieng, Siriphol y Weerasethakul
Aunque uno pudiese anticipar un pesado filme de adoctrinamiento político con fragmentos de irregular resultado (como le ocurre a tantos filmes colectivos), Ten Years Thailand funciona como un compacto todo en el que cada uno de sus creadores se ha esforzado por defender un género (drama, ciencia ficción, videoclip disparatado y conceptualismo lírico) para hablar de la dura realidad dictatorial de Tailandia sin desatender a la dimensión de entretenimiento y de pieza artística.
Esto último se agradece mucho también por sus estéticas desvergonzadas, en el sentido filosófico del término, a la hora de plasmar discursos políticos fuertes (no todo el mundo estará preparado para lo que se ve en el tercer corto, Planetarium) y que los más conservadores podrían tachar de irrespetuoso o fuera de lugar, cuando en realidad cada uno de los artistas parece haberlo dado todo de forma sincera.
‘Diamantino’, de Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt
El problema de Diamantino no es su delirante premisa. Tampoco ese aliento a obra de serie b, a payasada que sólo busca sacarnos una sonrisa (cualquier búsqueda de un mensaje de denuncia del culto a la fama o de retrato sobre las tensiones migratorias europeas sería hacer el ridículo). Lo que nos saca completamente de la propuesta son errores de tarjeta roja, como que algunos de sus actores son pésimos, que sus gags pelín cutres y reiterativos y que el presupuesto a veces no alcanza a las ambiciones que se ha marcado la producción.
Es un puñetazo kitsch, pero uno que nos recuerda más a Eduardo Casanova que a John Waters. Eso sí, al César lo que es del César: Carloto Cota, el actor que encarna a Diamantino, está inmenso como héroe del balompié de rostro cincelado, cuerpo abultado y encefalograma plano.
‘Ash Is Purest White’, de Jia Zhang-ke
Jianghu, término que los personajes de la peli usan para denominar a los miembros del clan, es tal y como nos explica Jia una palabra cuya semántica significa tanto ‘submundo peligroso’ como ‘vida dramática’. Es a estas dos facetas del concepto a las que se irá enfrentando su protagonista, una de las últimas fieles al autogobierno gángster y persona traicionada por ese régimen que, según el filme, empezó a disolverse con la llegada del desarrollismo.
Si en Mountains May Depart el tríptico temporal y la relación triangular servían como metáfora de la evolución China hacia una pérdida de identidad y una asimilación capitalista, en Ash Is Purest White (en la que también se dosifican pullas políticas y guiños a sus anteriores trabajos) lo que brilla de verdad es esa historia de forajidos, amor, desamor y poder femenino. Quiao es una antisistema que vive en un malabar constante al intentar conciliar su entrega a las costumbres con su innato espíritu luchador, también a la vez antitético con el papel al que le proscribía el viejo orden.
Puede que la nueva película de este fundamental director asiático sea un nuevo paso al frente en ese desprendimiento de la dimensión de denuncia de sus filmes, cada vez más relegada a un segundo plano eclipsado por el ruido del plano narrativo, pero esto no es necesariamente algo malo. Puede interpretarse como la demostración de lo limitado de sus capacidades o como una evolución de un estilo propio que prefiere optar por el juego argumental que agotar al espectador con ideas ya machacadas. Nosotros nos quedamos con esa última.
‘Girl’, de Lukas Dhont
No me siento capacitada para saber si es una decisión correcta o no la obsesión de la cámara por el cuerpo de su protagonista (mínimo el 80% de todo lo que llegamos a ver en pantalla), de un naturalismo observacional obsesivo, muy al estilo de los Dardenne o de Sciamma. Pero una posible interpretación del porqué de esta elección, la que me aventuro a creer que es la que también han hecho los entusiasmados espectadores que me rodeaban, es para reafirmar que ese cuerpo es tan importante como para justificar lo que ocurrirá en su último acto, para perpetuar su condición de prisión.
Una forma de posicionarse acerca del estado de la cuestión (que la realidad trans aún en las sociedades más avanzadas sigue siendo un problema y un tabú) que tal vez sea la más fiel al pulso de la sociedad en su conjunto, pero que no es la que nos gustaría que fuese. Es importante señalar aquí que esta historia está basada en una biografía real que conmovió profundamente al debutante Lukas Dhont. En cualquier caso, y dada su condición de crowdpleaser milimétricamente calculado, tendrá recorrido y apasionados defensores.
’Fahrenheit 451’, de Ramin Bahrani
En general, el sentimiento es el de estar viendo un producto que busca satisfacer al espectador amante de Los Juegos del Hambre o Black Mirror. También, como en el caso de estas, su tono afectado no casa bien con la facilidad con que la coherencia de sus universos se vienen abajo mientras los vemos. Para empeorar las cosas, Bahrani ha optado por darle al filme un envoltorio de cine de acción, cuando, si alejamos el foco, nos damos cuenta de que la narración no se corresponde en absoluto con este género, lo cual frustra las expectativas que se nos generan desde el principio a medida que queda claro en que esas escenas de lucha nunca llegarán y serán sustituidas por largas secuencias de diálogo rebosantes de citas literarias.
‘Thunder road’, de Jim Cummings
“It is OK to laugh, it is OK to cry”. Esto es lo único que tuvo que decir el director, guionista, productor y principal intérprete Jim Cummings de este debut en el largo que ganó el gran premio en el festival norteamericano SXSW. A los pocos minutos de arrancar el filme, con un largo plano secuencia que recoge el discurso funerario en memoria de su madre de un policía chalado (y que es una reconstrucción del corto homónimo y anterior del director que origina este largometraje), entendimos a qué se refería.
Thunder Road es una modesta tragicomedia indie que sirve de escaparate de la valía de su creador en aquello que no te da el dinero. Nos atrae su dominio del espacio y la construcción de sus diálogos (una verborrea a lo, digamos, Will Ferrell), pero si algo va a ponerte de su lado ese es el agente Arnaud. La actuación de Cummings exuda autenticidad (esos brusquísimos cambios de humor en cuestión de segundos, jugando con el fuego del ridículo actoral sin llegar nunca a quemarse), lo que hace que no puedas apartar la mirada, estudiando cada reacción de esta bomba de relojería emocional a punto de estallar.
No habrá nada revolucionario en esta enésima historia de un pobre diablo abandonado en un mundo que no comprende (pese a haber seguido las instrucciones de la vida al pie de la letra), pero por descontado que vamos a seguirle la pista.
Thunder Road es una modesta tragicomedia indie que sirve de escaparate de la valía de su creador en aquello que no te da el dinero. Nos atrae su dominio del espacio y la construcción de sus diálogos (una verborrea a lo, digamos, Will Ferrell), pero si algo va a ponerte de su lado ese es el agente Arnaud. La actuación de Cummings exuda autenticidad (esos brusquísimos cambios de humor en cuestión de segundos, jugando con el fuego del ridículo actoral sin llegar nunca a quemarse), lo que hace que no puedas apartar la mirada, estudiando cada reacción de esta bomba de relojería emocional a punto de estallar.
No habrá nada revolucionario en esta enésima historia de un pobre diablo abandonado en un mundo que no comprende (pese a haber seguido las instrucciones de la vida al pie de la letra), pero por descontado que vamos a seguirle la pista.
‘Lazaro Felice’, de Alice Rohrwacher
Sí, todos estos elementos suenan a fábula (y así lo plantea la directora, especialmente por el suave marco del formato super16 en el que la ha rodado), pero tienen su origen en una historia real de una remota villa italiana sobre la que la directora leyó años atrás. La crueldad es doble: por un lado, la de la esclavitud que durante siglos padeció la mayoría de los mortales. Por el otro, la de esos vasallos que consiguen ganar su libertad demasiado tarde como para poder negociar su nueva posición en el mundo, lo cual les relega en el entorno laboral de hoy a una subsistencia marginal más aciaga incluso que aquella de la que venían.
Esta es la dimensión dramática de la película, pero existe otra luminosa y que absorbe al espectador, la de observar la candidez absoluta de su protagonista (Adriano Tardiolo está lo mismo como para pedir que le den mil premios como para enamorarse). El joven más entregado, el más humilde de todos y que, aunque es maltratado tanto por sus amos como por sus semejantes, sigue mirando el mundo con amor e inocencia, algo que nos violenta y nos recuerda constantemente nuestro lado oscuro.
Hagiografía franciscana insertada en el realismo mágico, heredera de la tradición del mejor cine italiano, Lazzaro Felice tiene una potentísima primera hora que le ha valido los entusiastas aplausos del público y algún que otro “bravo” que no habíamos oído ganarse a nadie más hasta ahora.
Rohrwacher se llevó por estas tierras el Premio del Jurado (el segundo premio más importante en esta muestra) con su anterior trabajo, pelín más deslavazado pero igualmente encantador por su apuesta lírica, y no sería en absoluto de extrañar que esta ocasión se llevase la Palma. Aunque esa alegría no es nada comparada con la de la mera existencia del filme, la de la aventura que supone descubrir sus hallazgos y permitir que Rohrwacher juegue con detalles mínimos para transportarte en-el-tiempo-y-con-los-tiempos a un reino sobrenatural.
'Mandy', de Panos Cosmatos
Esta es una carta de amor al heavy metal, como nos dijo en la presentación el director, pero más que al género musical a la actitud, al estilo de vida y a las pasiones de baja cultura que tradicionalmente comparten sus adeptos (que si el rol, que si las leyendas nórdicas, que si el cine de terror de los 70 y 80 y esos horterísimas dibujos dignos de portada de Blind Guardian). Un homenaje atmosférico y por esto mismo fuertemente basado en el score de la película, que al mismo tiempo parece devolver a la vida a Carpenter y convertir las imágenes de su primera hora en la dilatada intro antes de que comience la paja metalera. El maestro de ceremonias, el recientemente fallecido compositor Johann Johannsson.
Esta no deja de ser otra película referencial y de comedia autoconsciente como tantas de las que acuden a Sitges todos los años. Como punto de originalidad, esa dualidad por la que en su primera mitad se acerca a la experiencia psicodélica lynchiana (desde un punto de vista superficial del asunto) y en la segunda quiere ser un Rob Zombie muy bien traído, con una simpática lectura sobre la condición falocéntrica de todo este cine y esta música.
Pero nos dejábamos lo mejor. Mandy es otro instrumento de lucimiento de ese dios llamado Nicolas Cage, de su libertad física, facial y pulmonar para romper con el pudor donde no debería tener cabida, en el cine del placer mundano. “Over the top” implicaría que existe un tope, pero Cage sigue allí, permanentemente arriba, inalcanzable en el exceso constante que viene siendo su filmografía de los últimos años y sorprendiéndonos en sus acciones de una película que le quiere tanto (y de la misma forma) como nosotros.
Por ESTHER MIGUEL TRULA
Se
ha adaptado a español latino.
Se
han modificado los nombres de las películas y series al
correspondiente a Argentina.
Se
han modificado las fechas de estreno a las correspondientes a
Argentina.
Publicado
bajo licencia Creative Commons.
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